Desde hacía una semana, Kian y Vecka habían logrado acostumbrarse al ritmo de vida entre los lobos. Ya no se sobresaltaban con los aullidos lejanos ni con el olor terroso que impregnaba el aire al anochecer. Vivían en una de las habitaciones del ala este de la gran casa comunal del alfa, una construcción de madera tallada con finos detalles rúnicos que hablaban de generaciones pasadas.
Cada mañana, Kian salía a correr por los senderos del bosque, saludando a quienes entrenaban, a los que levantaban troncos o reparaban cercas. Aunque no era un lobo, su presencia comenzaba a ser tolerada, pero por dentro, Kian no podía evitar sentirse fuera de lugar. Este no era su entorno, no pertenecía al mundo de lobos, y aunque Xylos no lo había tratado con desprecio, su simple presencia parecía un desafío.
Vecka, en cambio, había encontrado una relativa calma. Su embarazo avanzaba sin contratiempos, y el aire puro del bosque le sentaba bien. A veces ayudaba en la cocina o acompañaba a Polaris en