Afuera, el viento silbaba entre los árboles de la manada, trayendo consigo el lejano aullido de algún lobo que custodiaba el límite del territorio, Vecka estaba sentada al borde del colchón, las manos entrelazadas sobre su regazo. Tenía los ojos perdidos en la alfombra, la espalda tensa, los labios secos. No sabía por dónde empezar. Desde el reencuentro, Kian había sido pura calidez: su voz, sus manos, su abrazo… todo en él le recordaba que había sido su refugio, su elección, pero ahora, esa verdad que llevaba días mordiéndole el alma exigía salir.
Kian estaba frente a ella, junto a la ventana. Llevaba los brazos cruzados y el ceño ligeramente fruncido. La luz de la luna dibujaba sombras en su rostro, resaltando las líneas de cansancio que antes no tenía. Era el hombre que había amado desde que tenía memoria, el que conocía sus silencios, el que había esperado por ella. Pero también era el hombre al que estaba a punto de romperle el corazón.
—Kian… —susurró al fin, con voz temblorosa