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32 | No te pedí permiso

El silencio que siguió a la confesión de Seraphina fue absoluto, solo roto por el sonido de sus respiraciones entremezcladas. La habitación aún olía a sexo y a la tormenta que acababan de desatar entre las sábanas, pero la temperatura había bajado drásticamente con sus palabras.

Las minas viejas.

Ronan no la soltó. Al contrario, su agarre sobre sus hombros desnudos se tensó. Estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera de madera tallada, su cuerpo magnífico brillando con una capa de sudor que se enfriaba lentamente. Sus ojos, todavía con esquirlas de oro luchando contra el gris, la escudriñaron con una intensidad que no dejaba lugar a la duda.

En el pasado, el Alpha racional habría buscado una explicación lógica. Habría hablado de estrés, de trauma, de sueños. Pero el hombre que la sostenía ahora había sentido el cambio en el aire, había sentido la electricidad estática de la visión a través de su propia piel cuando ella se tensó.

—Dímelo todo —ordenó, su voz grave vibrando contra el pecho de ella—. Cada detalle. Cada sonido.

Seraphina cerró los ojos, y la imagen regresó, no como un recuerdo, sino como una presencia física.

—Frío —susurró, temblando—. Hacía mucho frío. Y húmedo. Escuchaba agua goteando, un sonido constante, ecoico. Pero lo peor era el olor. No olía a bosque. Olía a tierra quemada y azufre.

Los dedos de Ronan se detuvieron en su brazo.

—Azufre.

—Sí. Y metal oxidado. Vi barrotes viejos, corroídos. Y túneles... kilómetros de túneles apuntalados con madera podrida. —Abrió los ojos, encontrando la mirada de acero de él—. Hunter estaba allí. Gabriel estaba allí. Se estaba riendo, Ronan. Dijo que te traería a la Reina.

Ronan maldijo por lo bajo, un sonido visceral. Se apartó de ella lo suficiente para levantarse de la cama, desnudo y glorioso en su furia. No se molestó en vestirse. Caminó hacia el escritorio de caoba en la esquina de la habitación y agarró el teléfono seguro.

—Caleb. A mi habitación. Ahora.

Colgó y se quedó mirando por la ventana, con las manos apoyadas en el alféizar, los músculos de su espalda tensos como cables bajo la piel bronceada.

—Te creo —dijo, sin girarse, respondiendo a la pregunta que ella no había formulado pero que él había sentido en su miedo—. El vínculo de una compañera convertida es... impredecible. Tu sangre es poderosa, Seraphina. Si tu mente vio esto, es porque es real.

Unos minutos después, un golpe discreto sonó en la puerta. Ronan se puso unos pantalones de chándal negros, ocultando su desnudez pero no su letalidad, y abrió.

Caleb entró, con la mirada baja por respeto, el olor a beta sumiso llenando la habitación.

—Alpha.

—Necesito un mapa de los territorios neutrales del sur —dijo Ronan sin preámbulos—. Específicamente, las zonas industriales abandonadas.

Caleb parpadeó, confundido, pero sacó una tableta digital de su chaqueta.

—¿Buscamos algo en particular?

—Minas —intervino Seraphina.

Caleb se giró hacia ella. Seraphina se había envuelto en la sábana negra, sentada en el centro de la cama como una reina en su trono de seda. Su cabello cobrizo caía salvaje sobre sus hombros, y sus ojos bicolores brillaban con una urgencia feroz.

—Túneles con olor a azufre —añadió ella.

Caleb tecleó rápidamente, su rostro iluminado por la luz azul de la pantalla.

—Solo hay un lugar así —dijo el Beta, su tono volviéndose sombrío—. Las Minas de Blackwood. Se cerraron hace cincuenta años por una fuga de gas sulfúrico. Es una red de túneles inestable bajo las montañas de la frontera sur. Es tierra de nadie.

—Es el escondite perfecto —gruñó Ronan, acercándose a Caleb para mirar el mapa—. Nadie puede rastrear olores allí abajo por el azufre. Y los túneles son un laberinto. Si intentamos un asalto frontal, podrían colapsar las entradas y enterrarnos vivos.

Ronan estudió el mapa, su mente de estratega tomando el control. Sus ojos grises se volvieron fríos, calculadores.

—Prepara al equipo de élite —ordenó—. Quiero a los cinco mejores rastreadores. Silenciadores, no fuerza bruta. Entraremos esta noche.

—Sí, Alpha.

Caleb se giró para irse, pero Seraphina habló, su voz cortando el aire como un cuchillo.

—Prepara equipo para seis.

El silencio cayó en la habitación. Caleb se detuvo en el umbral. Ronan se giró lentamente, muy lentamente, hacia la cama.

La atmósfera cambió. La intimidad del Celo se evaporó, reemplazada por un choque de voluntades.

—Cinco —corrigió Ronan, mirando a Caleb—. Vete.

Caleb, sabiendo que estaba en medio de una tormenta, salió y cerró la puerta con cuidado.

Ronan caminó hacia la cama. Se detuvo a un metro de ella, cruzando los brazos sobre su pecho ancho, emanando una autoridad que habría hecho que cualquier lobo de la manada mostrara el cuello en sumisión.

—Te quedarás aquí —dijo, su voz suave pero inflexible—. La mansión es segura. Pondré triple guardia.

Seraphina soltó la sábana y se puso de pie. Estaba desnuda, pero no sentía vergüenza. Sentía poder. Su cuerpo ya no era el de la chica frágil que había llegado a la mansión bajo la lluvia. Era el cuerpo de una loba, marcado por él, transformado por él.

Caminó hacia el armario y sacó ropa. Pantalones tácticos. Una camiseta negra.

—No te estoy pidiendo permiso, Ronan.

—¡Es una trampa! —estalló él, perdiendo la calma, agarrándola por los hombros y girándola hacia él—. ¡Gabriel quiere atraerte allí! Si vas, le estás dando exactamente lo que quiere.

—Si no voy, no lo encontrarás —replicó ella, sosteniendo su mirada furiosa—. Caleb dijo que es un laberinto. El azufre bloqueará vuestro olfato. Pero yo no necesito olerlo, Ronan. Yo lo veo. Puedo sentir dónde está. Soy tu única brújula en esa oscuridad.

—Es demasiado peligroso —Ronan la sacudió ligeramente, su rostro contorsionado por el miedo—. Casi te pierdo una vez. Te vi morir en mis brazos, Seraphina. Sentí cómo tu corazón se detenía. No voy a volver a pasar por eso. No voy a arriesgarte.

Su miedo era palpable, una cosa viva y sofocante que la envolvía a través del vínculo. Él quería encerrarla en una torre de marfil para siempre, mantenerla a salvo y respirando, incluso si eso significaba que ella lo odiara.

Pero esa era la vieja dinámica. Esa era la prisionera y el carcelero.

Seraphina levantó la mano y la puso sobre el pecho de él, sobre el corazón que latía desbocado por el terror de perderla.

—Mírame —ordenó ella.

Él la miró. Vio el ojo verde de la mujer que amaba. Y vio el ojo dorado de la loba que había creado.

—Ya no soy la humana frágil que encontraste en la fiesta —dijo ella, su voz firme, resonando con la fuerza de su nueva sangre—. Ya no soy una víctima que necesita ser salvada o escondida. Soy tu compañera. Soy tu igual.

Apretó los dedos contra su piel, sintiendo su calor.

—Hunter es mi hermano. Y tú eres mi Alpha. No me voy a quedar atrás mientras mi familia pelea.

Ronan apretó la mandíbula, luchando contra cada instinto protector que gritaba en su ADN.

—Si vas... podrías morir.

—Si me quedo y tú no vuelves —susurró ella, acercándose hasta que sus labios casi rozaron los de él—, moriré de todos modos.

Ronan soltó un suspiro derrotado y furioso, apoyando su frente contra la de ella. Sabía que ella tenía razón. Sabía que no podía detenerla sin romper lo que acababan de construir.

—Si vienes conmigo —gruñó él, deslizándo sus manos para agarrar su cintura con posesión—, lucharás a mi manera.

Se apartó, mirándola con una intensidad que prometía dolor y crecimiento.

—Tienes una hora. Vístete. Te enseñaré a matar antes de que entremos en esa mina.

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