Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 11
El timbre del portón sonó dos veces, como hace el mensajero de las verduras cuando trae cilantro fresco. Mi mamá abrió, recibió la bolsa y me gritó desde la cocina que había arepas en la paila. Yo estaba en la mesa del comedor con la libreta azul abierta y el correo del laboratorio marcado con estrellita. No lo miraba, solo me anclaba a lo importante: mañana a las ocho. Mi papá entró con la llave aún en la mano y me preguntó si quería que le dejara el carro el viernes. Le dije que sí, que me servía ir a la clínica sin correr. —Entonces queda pactado —dijo, como si firmáramos un contrato—. Yo te acerco, tú me devuelves la confianza con el tanque por la mitad. —Trato hecho —respondí, y nos reímos. Desayunamos sin prisa. Mi mamá me miró las manos un segundo, no para descifrarme, sino para saber si temblaban. —¿Quieres que mañana te escriba antes de las ocho o prefieres que te escriba después? —preguntó. —Después —dije—. Primero quiero respirar con Sofi. Luego te llamo. —Perfecto —asintió—. Te guardo chocolate. Salí con la chaqueta liviana y el esfero en el bolsillo de la libreta, ese que siempre pierdo y hoy apareció. El barrio olía a pan recién abierto y a gasolina nueva. En la esquina, el bus llegó vacío. Me senté junto a la ventana, apoyé la frente un momento en el vidrio frío y me prometí a mí misma una sola cosa: hoy no adelantar escenarios. Hoy oficina, gente, palabras bien puestas. Mañana, la pantalla. En recepción, el guardia me lanzó su “buenos días, señorita Vale” y yo sentí el piso en su sitio. Sofía apareció con su suéter imposible de perder y una taza de té de manzanilla. —Plan del día: yo te recuerdo tomar agua; tú me recuerdas que no me coma el estrés ajeno —dijo, dejándome la taza como si encendiera una lámpara. —Hecho —le sonreí—. Y si me ves apretando el esfero, me tocas el codo. Asintió y se quedó en el borde del cubículo mientras abría mi correo. Tenía un “¿nos vemos a las 10:30?” de Carolina y un “Moore pide confirmación de la penalidad blanda” de Compras. Antes de responder, respiré el té. El vapor me subió a la cara como si me planchara el ceño. —Hoy no adelanto viernes —le dije a Sofi, más para ponerlo en la mesa que para que me aplaudiera. —Hoy es miércoles con vocación de miércoles —respondió—. Si el futuro insiste, lo sientas en la recepción. A las diez y media, Carolina me esperó con su cuaderno de t***s duras y un lápiz afilado. —Dirección quiere que el procedimiento circule hoy sin sonar a manual —dijo—. Asunto corto, ejemplo concreto, un cierre que no asuste. Lo firmas tú, lo respalda Daniel, lo manda Comunicaciones. Yo lo reviso antes de salir. —Lo tengo —respondí—. “Avisar antes, mover poco, no tocar hitos”. Y al final: “quedamos cerca”. —Exacto —asintió—. Y gracias por el folleto con Andrés. Ya me llegó el comentario de Legal: “preciso sin frío”. Eso, en su idioma, es abrazo. Regresé al cubículo con ganas de escribir derecho. Abrí un documento en blanco y, en lugar de acomodar frases perfectas, empecé a hablarle a una persona real en mi cabeza: alguien que no tiene tiempo para palabrotas, alguien que agradece cuando le dicen lo necesario sin vueltas. Escribí el cuerpo del correo con esa voz. Lo leí en voz baja; sonó a humano. Lo dejé abierto para que respirara y abrí el hilo con Compras. —Moore pregunta si la penalidad “automática” puede pasar a “según evaluación” —decía el mensaje. Contesté sin pelear: que “según evaluación” se vuelve discusión eterna; que lo automático es blando, sí, pero es criterio, no capricho; que, si el proveedor cumple, la penalidad no se aplica, y todos felices. Al minuto llegó el “ok” con una carita mínima. A veces los correos también aprenden a sonreír cuando uno les baja el volumen. Andrés apareció con la regla en el bolsillo y una prueba de color para el display del lobby. —Ojo al carriel de la foto —dijo—. A esta escala muerde un milímetro el margen. —Bájalo dos —propuse—. Así respiramos. —Eso mismo pensé —sonrió—. Te robé la frase de “no prometer robots” para el pie del cartel. Si te molesta, me regañas. —Me encanta —respondí—. Prometemos gente. Nos fuimos al lobby con la prueba. La pegamos con cinta de papel y nos alejamos seis pasos. El logo, centrado. El “Aquí estamos”, claro. El pie, honesto: “de 7 a 19 te respondemos al momento; fuera de ese horario, a primera hora”. Aplauso bajito. De vuelta al piso, Sofía me interceptó con dos botellas de agua. —Hoy me toca ser la policía del líquido —dijo—. Si no te la tomas, te la cambio por dos preguntas personales y te vas a arrepentir. —Trato: agua ahora, preguntas después —bebí medio envase de una. A la una, Daniel me llamó a la Sala B. Nada solemne: carpeta gris, camisa arremangada, la ceja que a veces se le tensa cuando está ajustando piezas invisibles. —Moore confirmó lo de la penalidad —dijo—. Gracias por el correo. Y circulamos hoy el procedimiento. ¿Puedes enviarme el texto antes de que pase por Comunicaciones? —Te lo mando en diez —respondí—. Tiene ejemplo y cierre que no grita. —Eso quiero —asintió—. Ah, y el viernes, si necesitas que cubra la tarde, me avisas. Solo di la hora. Me demoré en decirlo lo justo para que no sonara ensayado. —Gracias —respondí—. Te escribo si hace falta. Volví al cubículo con el pulso parejo. Sofía me levantó el pulgar sin decir nada. A veces el ánimo cabe en un gesto. Terminé el correo del procedimiento y se lo mandé a Carolina y a Daniel. Antes de darle enviar a Comunicaciones, me regresé a una palabra: había escrito “mitigar”. La cambié por “evitar”. Verbo con pies. Almorzamos en la esquina. La sopa estaba salada en su punto; el jugo de lulo, aguadito pero honesto. Sofía me contó que la señora de los suéteres empezó a tejer gorros de dos colores y que el panadero jura que ahora sí acertó con la harina. Yo le dije que mañana quería caminar media cuadra antes de abrir la pantalla, que necesitaba cuerpo antes de números. —Cuerpo primero —dijo ella—. Y si la pantalla se pone brava, yo me pongo más brava. Reímos porque la conozco: no grita; aprieta la mano donde tiene que apretar y ya. De regreso, Recursos avisó por megáfono que habría simulacro el viernes a las once. Anoté mentalmente que yo no estaría para la bulla. Abrí el archivo de la guía micro y le quité otra palabra con olor a folleto. Puse “llámanos” donde “contáctanos”, y el texto cambió de cara. A media tarde, Laura mandó foto del tablero de “casi incidentes” con filas nuevas y la leyenda “reportados, no guardados”. Le respondí con un “gracias por ponerlo a la vista”. No parece gran cosa, pero a mí me ordena el pecho ver los números al sol. Hubo un pequeño tropiezo con un proveedor que quiso “compensar” con visibilidad un atraso que ya habíamos conversado. Le contesté con la plantilla amable que ahora me sale de memoria: gracias por la oferta, preferimos cumplir fechas; la visibilidad no reemplaza el proceso. Se entendió sin pelea. A las cinco menos cuarto, Carolina apareció con su cuaderno. —El correo está perfecto —dijo—. Lo mando ahora. Y, Vale, cualquier cosa mañana, no te calles. Si te abruma, me escribes una sola palabra. Yo leo entre líneas. —Te mando “pan” —respondí, y se rió porque Sofía ya había bautizado ese código. Antes de salir, Daniel pasó por el borde del cubículo. No dijo mucho; no hace falta. —Recibido el procedimiento —comentó—. Así, claro. Gracias. —A ti —respondí. Bajé con Sofía. En recepción, la gigantografía ya estaba a su tamaño final. Nos alejamos unos pasos para verla entera. El “Aquí estamos” se sentía promesa sin convertirlo todo en eslogan. Andrés apareció con cinta en la mano y ojos de orgullo discreto. —¿Respira? —preguntó. —Respira —dije—. Lo clavaste. Sofía me abrazó corto en la puerta. —Mañana a las siete te escribo “pan” —susurró—. Me tienes de este lado del vidrio. —Te leo —respondí. El bus iba medio vacío. Yo abrí la libreta azul y escribí corrido, sin asteriscos, sin numeritos: que hoy el correo salió con mi nombre y no me dio vergüenza; que Daniel ofreció cubrir sin preguntar por qué y yo agradecí sin explicar; que Sofía me sostuvo el aire otra vez; que Andrés bajó dos milímetros y el mundo respiró; que Carolina me confía la voz cuando toca escribir para todos; que Laura saca las cosas de la sombra y eso me baja el ruido. Y que mañana a las ocho no voy a estar sola frente a esa pantalla. En casa, mi mamá tenía el chocolate espeso en la estufa y la radio en voz baja. Mi papá preguntó si el carro debía dormir con más gasolina; le dije que sí, que mañana no, pero el viernes me servía. Cenamos sin carreras. Les conté del correo que circulaba, de la prueba de color, del proveedor que se rindió sin pelear. Ellos contaron del vecino que por fin entregó la moto, de la tía que dejó moldes de galleta estrella, del corte de agua que se movió otra vez. Nada de grandes discursos, todo en su lugar. Subí al cuarto, puse el librito de la feria sobre la mesa de noche y pegué el imán “Aquí estamos” en la pared metálica del archivador chiquito que tengo al lado del escritorio. Apagué el celular porque si se queda vivo inventa fantasmas. Me acosté de lado y puse la mano donde la pongo cuando quiero saludar sin pedir nada. Me dije, bajito, una frase que me aprendí hoy: escoger la silla también es cuidarse. Mañana la pantalla me va a decir algo a las ocho; yo voy a estar ahí con Sofía y con aire. Luego, paso a paso. Sin gritos, sin listas, sin carreras. El cielo afuera parecía sostener la promesa de lluvia para otro día. Cerré los ojos con la certeza rara de que este miércoles fue exactamente eso: miércoles. Y estuvo bien.






