El pasillo del gimnasio vibraba con el eco metálico de las pesas al chocar, con aquellas personas que se ejercitaban en el salón ajenas a todo lo que estaba pasando. Catalina caminaba hacia la salida, cada paso resonando con furia. Necesitaba alejarse, pensar, calmarse, de lo contrario podría terminar explotando y decir algo de lo que luego se arrepentiría.
Erick no estaba dispuesto a dejarla ir. Antes de que pudiera pensar, sus piernas reaccionaron por si solas. La alcanzó junto a las máquinas expendedoras del pasillo, agarrándole el brazo con firmeza suficiente para detenerla, pero no para lastimarla.
—¡Basta! —rugió, girándola contra la pared de concreto. Sus palmas aterrizaron a ambos lados de su cabeza, encerrándola sin tocarla—. Escúchame primero. No puedes irte así, no sin que antes yo te lo explique todo.
Catalina respiró entrecortada. El calor del cuerpo de Erick Montenegro le quemaba a través de la ropa, y el olor a jabón de limón y sudor le nublaba el juicio. ¡Dios, este ho