La calma en el convento se rompió como un vidrio bajo presión.
Apenas despuntó el alba, un estruendo sacudió el ala norte. Elena y Sor Teresa salieron corriendo de la capilla, seguidas por varias hermanas. Jacinto ya estaba allí, tratando de contener las llamas que devoraban parte del almacén.
—¡Gasolina! —gritó—. ¡Alguien lo hizo a propósito!
Dante apareció como una sombra entre el humo, con el rostro tenso y los ojos afilados. No había duda: el ataque era un mensaje. Vittorio había dejado de jugar a las advertencias.
Sor Teresa organizó a las hermanas para apagar el fuego, pero la confianza se quemó más rápido que las llamas.
—¿Y si hay alguien dentro ayudándolo? —murmuró una de las monjas—. ¿Y si no estamos seguras aquí?
Elena la miró. Por primera vez desde que tomó los votos, sintió miedo en la casa de Dios.
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Horas después, Sor Teresa encerró a Dante en su despacho.
—¡Esto es inadmisible! —gritó, perdiendo por completo su compostura habitual—. Ya no basta con tus promesas. Quiero