La lluvia caía con fuerza, golpeando los ventanales del convento como si quisiera arrancar sus secretos. El cielo de Nueva Orleans, pesado y eléctrico, parecía contener el mismo torbellino que vibraba en el pecho de Elena.
Cruzó los pasillos descalza, con el hábito recogido, el corazón en la garganta. Nadie la vio. O quizá sí, pero nadie se atrevió a detenerla.
Abrió la puerta del invernadero y fue recibida por el perfume embriagador de la tierra mojada, los jazmines y las orquídeas nocturnas. Las plantas parecían susurrar, cómplices. Entre las sombras, Dante estaba de pie, mojado por la lluvia que se filtraba por el techo de cristal agrietado. Se giró al verla, y por un instante, ni uno ni otro respiraron.
—Sabía que vendrías —dijo él, con voz ronca.
—No puedo más —susurró ella.
Y entonces, el mundo desapareció.
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Los labios de Elena encontraron los de Dante como si los hubiera buscado toda la vida. Fue un beso sin cálculo, sin rezos, sin miedo. Él la tomó del rostro, temblando, como