El amanecer en el convento de Santa Clara llegó envuelto en una calma extraña. La lluvia había cesado, pero el suelo aún olía a humedad, y las nubes se arrastraban perezosas por el cielo gris de Nueva Orleans. En el comedor, las hermanas desayunaban en silencio, sorbiendo té y pan seco. Todo parecía normal… pero no lo era.
Elena se sentó en su lugar habitual, con la mirada baja, el rostro pálido y el corazón aún galopando bajo el hábito. A su lado, Sor Teresa la observó con detenimiento. No dijo una palabra, pero sus ojos sabían. Llevaba años leyendo almas, y la de Elena ahora brillaba de otra forma. No culpable, no rota… sino distinta. Como si algo se hubiera abierto en ella y no pudiera volver a cerrarse.
Dante no apareció en el desayuno. “Está en oración”, murmuró una hermana. Pero Sor Teresa no lo creyó. Lo había visto al amanecer, cruzando el patio mojado con la ropa arrugada y el cabello aún húmedo. Su paso era tranquilo, sí… pero no era el andar de un sacerdote.
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En el huerto,