Elena se encontraba sentada en el jardín interior del convento, bajo la sombra de una vieja higuera. El aire olía a tierra mojada y a lavanda. Sostenía un rosario entre los dedos, pero no rezaba. Su mente estaba en otra parte.
Lucía, su amiga de la infancia y compañera en la orden, se acercó con pasos ligeros y una mirada preocupada.
—Te he estado buscando —dijo, sentándose a su lado.
Elena levantó la vista, los ojos cafés encendidos con algo que no era miedo, ni paz. Era algo nuevo. Lucía lo notó de inmediato.
—¿Estás bien? —preguntó.
Elena dudó. Luego suspiró, como si soltara un peso que llevaba semanas cargando.
—No. Y sí. No lo sé.
Lucía entrecerró los ojos, atenta. La conocía desde antes del velo, desde que jugaban en las calles de Baton Rouge con las rodillas raspadas y los sueños intactos.
—¿Tiene que ver con… el padre Dante?
Elena tragó saliva. No negó. No fingió. Solo asintió.
Lucía se quedó en silencio por unos segundos. Luego tomó su mano.
—Dime la verdad, por favor.
Elena