Alina
Duermo.
O creo que duermo.
Pero algo me llama.
No es un sonido. No es un sueño.
Es más antiguo que el lenguaje, más denso que el miedo. Una onda sorda, proveniente del interior — o de abajo. Una vibración telúrica, lenta, profunda, como si la tierra misma temblara bajo mis pies descalzos.
Y en mi vientre, hay un sobresalto.
No es un movimiento normal.
No es una caricia del bebé.
Un sobresalto.
Un retroceso.
Casi un rechazo.
Como si la vida que crece dentro de mí también hubiera percibido la llamada.
Como si supiera antes que yo que algo se ha puesto en marcha, ahí abajo.
Me incorporo de golpe.
El silencio en la habitación es extraño, cargado. El tipo de silencio que precede a los terremotos.
La oscuridad, suave, parece vigilar o escuchar.
Damon duerme, con el brazo doblado sobre su cabeza, los labios entreabiertos. Un mechón negro le cruza la frente. Respira pacíficamente, como si no sintiera la tensión suspendida en el aire.
Pero yo, ya no puedo más.
Soy atravesada por un prese