Alina
La mañana llegó sin ruido.
Una mañana irreal, suspendida, como si se disculpara por venir a perturbar la magia de la noche.
Desperté en sus brazos, acurrucada contra él, mi rostro anidado en el cálido hueco de su torso. El latido de su corazón aún me mecía, profundo, regular, tan reconfortante como un juramento silencioso.
A nuestro alrededor, el bosque se despertaba lentamente, acariciado por una bruma pálida que flotaba entre los árboles como un antiguo velo. El canto de los pájaros apenas comenzaba, tímido, como si esperaran que abriéramos los ojos para volver a vivir.
Pero en mí, algo ya había cambiado.
Algo profundo. Irreversible.
Lo sentía en mi aliento, más amplio.
En mis miembros, más ligeros.
En mi vientre, sobre todo este nuevo centro de gravedad, de fuego y misterio.
Una calidez suave, pulsante, acurrucada allí, justo debajo de mis costillas.
No es un dolor. No es un síntoma.
Un latido. Un llamado. Una vida.
Me quedo acostada un momento, incapaz de mov