El sonido de las llaves girando en la cerradura resonó con fuerza en el amplio recibidor de aquella casa que por años había sostenido una rutina impecable. Las paredes estaban limpias, los adornos en su sitio, y el aroma a flores frescas llenaba el aire, como si todo se mantuviera en equilibrio, como si la armonía de ese hogar no hubiese sido vulnerada nunca. Pero esta vez, cuando la puerta se abrió, algo invisible pero imponente entró con él. Una sombra distinta a la costumbre, una presencia más firme, más pesada, más consciente de sí misma.
—Mi amor —dijo la señora Álvarez con una dulzura que casi rozaba lo infantil mientras caminaba hacia él con los brazos abiertos—, ¿dónde estabas? He intentado llamarte varias veces y no respondiste. Me tenías preocupada.
Pero él no respondió de inmediato. La miró, simplemente la miró. Y no con la mirada cálida de otros tiempos, ni con esa ternura cansada con la que solía verla al llegar del trabajo. Esta vez, la miró como si de pronto ya no supie