La lámpara colgaba del techo como un ojo implacable que lo observaba todo. En la habitación apenas cabían los tres. Las paredes eran de concreto desnudo, y el aire olía a humedad, óxido y desesperación.
La doctora permanecía sentada en una silla metálica, amarrada de pies y manos con correas de cuero. Su ropa estaba salpicada de sudor y pequeñas manchas de sangre seca donde la cuerda había lastimado su piel. Tenía la cabeza erguida, los labios apretados, la mirada fija al frente con una mezcla de arrogancia y miedo contenido.
Daniel abrió la maleta con una calma que erizaba la piel. Sacó lentamente una serie de instrumentos: alicates, cuchillas pequeñas, agujas largas y delgadas, un frasco con líquido transparente, un encendedor.
José Manuel no dijo una palabra. Caminó hasta colocarse frente a ella. Su rostro era piedra. Implacable. Frío.
—Solo tienes que decirlo —dijo, rompiendo el silencio—. Queremos un nombre. ¿Quién dio la orden de robar al hijo de Eliana?
La doctora no respondió.