La casa estaba en las afueras, envuelta por árboles frondosos y una niebla densa que parecía querer ocultarla del mundo. Daniel se detuvo frente a la cerca oxidada, con el corazón golpeándole el pecho. No estaba seguro de que ella siguiera allí, pero la pista que había seguido por semanas lo conducía inevitablemente a esa dirección. Respiró profundo y se ajustó la chaqueta antes de cruzar con sigilo.
Cada paso crujía sobre las hojas secas. Se acercó a la puerta trasera, que tenía la cerradura forzada, como si alguien la hubiese abierto a toda prisa semanas atrás. Daniel sacó su linterna y apuntó hacia el interior. Un leve movimiento lo hizo tensarse. Había alguien allí.
Con la destreza de alguien que ha aprendido a moverse sin ser visto, entró en la casa. Un susurro de pasos en el piso de madera lo guió hacia el corredor. De pronto, escuchó el sonido de una silla que se movía apresuradamente y luego la voz de una mujer que murmuraba con desesperación:
—Vamos, contesta... por favor, co