Después de semanas de emociones intensas, lágrimas contenidas y descubrimientos que habían sacudido por completo sus vidas, Eliana y María José sintieron que era momento de tomar un respiro. No querían hablar de pruebas de ADN, ni de secretos del pasado, ni de dolores enterrados. Necesitaban recordarse que, más allá del caos, eran hermanas, y que antes de que la vida las enfrentara en direcciones distintas, compartieron una infancia que, aunque no perfecta, había estado llena de momentos que aún sabían a dulzura.
Ese sábado por la mañana, cuando el sol bañaba la ciudad con una calidez inusual, María José tocó suavemente la puerta del cuarto de Eliana con una propuesta.
—¿Y si hoy salimos tú y yo? —dijo, con una media sonrisa—. No a resolver problemas, no a hablar de Samuel... solo a caminar, tomar algo, ver vitrinas como solíamos hacer.
Eliana la miró sorprendida. Desde que supieron la verdad, se habían mantenido unidas, sí, pero todo había girado en torno a ese niño que ahora lo sign