La noche había caído sobre la ciudad como un manto espeso y silencioso, mientras el murmullo de los pasillos del hospital se mezclaba con el sonido constante y mecánico de los monitores. Eliana permanecía sentada en una de las bancas del área de espera, con los ojos fijos en un punto invisible del suelo, los dedos entrelazados en su regazo, y el corazón latiéndole con una fuerza que le sacudía el pecho. Aquel presentimiento que había sentido horas antes, ese que la había empujado a dejar la película y correr al apartamento de su hermana, ahora se transformaba en angustia pura al ver a María José conectada a múltiples aparatos, su rostro pálido, el cuerpo inerte, y sin respuesta alguna.
La escena la había marcado como un hierro candente: María José tendida en el suelo del apartamento, con el pequeño Gabriel aferrado a su cuerpo, llorando desconsoladamente y tratando de despertarla. El dolor que sintió Eliana al verla así fue indescriptible, como si la vida se le escapara entre los dedo