La tarde había caído sobre la ciudad como una cortina suave, en silencio. Afuera, el mundo parecía seguir su curso con normalidad, pero dentro del corazón de María José, todo había cambiado. Caminaba por los pasillos del hospital con una mezcla de vacío y plenitud. En sus manos sostenía la hoja impresa del resultado. Y en su pecho, una verdad que apenas comenzaba a asimilar.
Samuel era el hijo de su hermana. No quedaban dudas. Y su hermana, aquella niña que fue robada hacía tantos años, cuya ausencia marcó su infancia como una herida abierta, había dejado un rastro, una vida, un pedacito de sí misma. Samuel.
María José se detuvo junto a la ventana del corredor. Afuera, las luces empezaban a encenderse en los edificios lejanos, como pequeñas estrellas sobre la ciudad. Se apoyó en el marco, y las lágrimas comenzaron a salir sin permiso. Lágrimas por la hermana que no tuvo, por los padres que murieron sin saber la verdad, y por ese niño que dormía en una cama, ajeno a todo, con el alma d