José Manuel, de pie, con el cabello algo despeinado, una camisa remangada hasta los codos y una expresión que oscilaba entre el nerviosismo y la ternura.
Eliana dudó.
Pero solo un segundo.
Abrió la puerta.
—Hola —dijo él, bajando la mirada al verla. Su voz sonó más ronca de lo habitual.
—Hola —respondió ella, sin moverse del marco.
Él vaciló, mirándola con atención.
—Vine un poco antes… pensé que tal vez no les molestaría.
—Estábamos por desayunar.
Silencio.
Ella hizo una pausa larga. Luego respiró hondo.
—¿Quieres pasar?
José Manuel la miró, sorprendido. No lo esperaba. Al menos, no así de pronto. Asintió, sin pensar demasiado.
—Sí. Gracias.
Entró con pasos cautelosos. No era la primera vez que pisaba esa casa, pero sí la primera en mucho tiempo que lo hacía sin sentir la frialdad de una puerta cerrada tras él. Sus ojos recorrieron la sala, aún con restos del castillo de almohadas que Samuel no quiso desmontar. Se detuvo justo al ver a su hijo, sentado frente a un plato con forma de