La tarde caía lenta y suave por las ventanas del comedor. El almuerzo había sido tranquilo, lleno de pequeñas risas compartidas y conversaciones sin apuro. Gabriel dormía en el sofá, envuelto en una cobijita, con un mechón de cabello rebelde sobre la frente y los brazos abiertos como si aún soñara con dragones o aventuras en el parque.
Eliana terminó de recoger los platos con movimientos lentos, casi ceremoniosos. A pesar de la aparente paz, su mente se agitaba como un río subterráneo. Estaba agradecida de tener a María José allí, pero también inquieta. Había algo en esa mujer, en sus gestos, en su voz templada, que removía capas que Eliana había enterrado hacía años.
María José, mientras secaba unos cubiertos, la observó en silencio.
—¿Estás bien? —preguntó con suavidad.
Eliana la miró por unos segundos, como si debatiera consigo misma si abrir una grieta más en su mundo.
—Sí… bueno, más o menos. Quiero salir un rato, despejarme. Desde que salí del hospital no he salido más allá de l