La noche había caído con suavidad sobre la ciudad. Las luces del vecindario titilaban a lo lejos, y un viento frío rozaba las ventanas de la casa de Eliana. Todo parecía en calma desde fuera, pero dentro, la tensión era tan densa que se podía cortar con el filo de un suspiro.
José Manuel seguía en el salón, fingiendo leer un libro mientras Gabriel y Samuel ya dormían. El silencio que rodeaba la casa no era habitual, no con Gabriel en ella. Era un silencio incómodo, lleno de cosas que no se habían dicho, de heridas abiertas que aún sangraban sin mostrarlo.
El timbre sonó a las nueve y media de la noche.
José Manuel alzó la cabeza con un leve sobresalto. No esperaba visitas. Caminó hasta la puerta con pasos cuidadosos, intentando no despertar a los niños. Al abrirla, encontró a Isaac del otro lado, con su maletín colgado al hombro y el rostro agotado, pero con esa serenidad que siempre lo caracterizaba.
—Buenas noches —dijo Isaac, echando una mirada al interior—. ¿Gabriel ya duerme?
—Sí