El mármol del suelo brillaba como si estuviera recién pulido. Cada rincón de la nueva mansión relucía con opulencia: techos altos, candelabros de cristal tallado, una escalera de caracol que parecía sacada de un palacio europeo y ventanales tan altos como las paredes mismas, enmarcando la ciudad desde su punto más exclusivo.
La casa había sido el “regalo de despedida” de José Manuel. Un intento de compensar la cancelación del compromiso. Para Samantha, fue simplemente una transacción más. Lo aceptó sin parpadear, sin agradecimiento, sin emoción.
Ahora estaba sola allí, con la lluvia golpeando los ventanales y una copa de vino oscuro entre los dedos.
Vestía una bata negra que caía como una sombra sobre su cuerpo delgado. Caminaba descalza sobre la alfombra persa, absorta en sus pensamientos, mientras el eco de su risa se perdía entre los muros.
—Al menos ese malnacido ya no va a hablar —susurró, dejando que su mirada se perdiera en la chimenea encendida—. Fue más útil muerto que vivo.