Isaac permanecía sentado junto a la cama, con la mirada fija en el rostro sereno de María José. Aún no hablaban mucho, pero solo el hecho de verla respirar sin dificultad, de sentir su mano tibia, era suficiente para llenar su pecho de gratitud. Acarició sus dedos, se inclinó hacia ella y le susurró:
—Voy a hacer una llamada. Te prometí que no estarías sola.
Salió al pasillo y respiró profundo. Tenía el celular entre sus dedos temblorosos y el corazón vibrando de emoción. Marcó el número de Eliana.
—¿Isaac? —respondió ella, con voz preocupada al instante.
—Eliana… —le dijo con un hilo de voz, y luego dejó escapar una sonrisa—. Salió. Ya no está en cuidados intensivos. Está en una habitación. Está despierta.
Hubo un segundo de silencio del otro lado de la línea. Como si Eliana necesitara confirmar que no había escuchado mal. Luego se escuchó un suspiro entrecortado y una risa de alivio.
—¡Dios mío! ¡Gracias a Dios! ¿De verdad? ¿Está despierta? ¿Habla?
—Sí. Está débil, pero reaccionó. E