El aroma del café recién hecho llenaba la cocina, mezclado con el sonido sutil de la lluvia acariciando los ventanales. Era uno de esos días grises, pero extrañamente cálidos, en los que todo parecía calmarse... al menos en la superficie.
María José, sentada junto a la mesa, sostenía entre sus manos una taza tibia mientras observaba a Isaac preparar un par de tostadas. Desde el desmayo de aquella mañana, él no se había separado de su lado. La había cuidado con una entrega que removía emociones que creía enterradas. Aun así, en su interior, un torbellino se revolvía con fuerza.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él sin mirarla, enfocándose en untar mermelada con una precisión innecesaria.
—Mucho mejor —respondió ella con voz firme.
Un silencio cómodo los rodeó por un instante. Hasta que ella respiró hondo, se armó de valor, y habló:
—Quiero contarte cómo volví a encontrarme con Julio.
Él giró lentamente hacia ella, dejando el cuchillo sobre el plato.
—Dime.
—Hace unas semanas fui a una cita