Los días transcurrían con un silencio incómodo en la casa. Isaac y María José compartían espacios, pero no momentos. Cada palabra era medida, cada gesto contenido, como si ambos caminaran sobre cristales rotos.
Isaac se esforzaba por mantener su distancia, convenciéndose de que era lo correcto. María José, por su parte, intentaba no quebrarse cada vez que él pasaba a su lado sin mirarla. El dolor de sus diferencias, las discusiones no cerradas y los sentimientos no expresados, se acumulaban como una tormenta silenciosa.
Gabriel era el único nexo entre ellos, una razón para cruzarse, para hablar, aunque fuera superficialmente. A veces, cuando María José lo acunaba en el sillón del salón, Isaac se detenía a mirar la escena desde el marco de la puerta. Pero se alejaba antes de que ella pudiera notarlo. O al menos, eso creía él.
María José sí lo notaba. Siempre lo notaba.
Las noches eran más difíciles. Ella escuchaba sus pasos al otro lado del pasillo, su respiración contenida, como si ta