La noche había llegado con una intensidad inusual. Las nubes pesadas cubrían el cielo, apagando cualquier rastro de luna o estrellas. El viento golpeaba los cristales con furia, haciendo crujir puertas y persianas como si el mismo cielo llorara una pena antigua. La tormenta crecía con cada minuto, y con ella, un sentimiento profundo de inquietud comenzaba a colarse entre las paredes de la casa.
Samuel dormía profundamente en su habitación, arropado hasta el cuello, ajeno al estruendo que se desataba afuera. Su respiración pausada y tranquila era el único rastro de paz en medio de esa noche agitada.
Eliana, en cambio, no lograba cerrar los ojos. Caminaba de un lado al otro de la sala, con una manta sobre los hombros y el corazón latiéndole con fuerza cada vez que un trueno rompía el silencio. Algo en esas noches de tormenta la afectaba de una forma visceral, inexplicable. No era solo miedo al ruido. Era algo más profundo, más antiguo, como si las tormentas despertaran un eco de su alma