Isaac metió la llave en la cerradura con un gesto automático, como si fuera un reflejo aprendido que su cuerpo aún recordaba. La puerta se abrió sin resistencia. El aire dentro de la casa era cálido, impregnado del aroma sutil de lavanda que siempre caracterizaba el hogar… su hogar.
O al menos, lo había sido.
Cruzó el umbral con pasos lentos, como si temiera que al avanzar demasiado, algo dentro de él se rompiera del todo. Cerró la puerta con suavidad, esperando escuchar pasos apresurados, una voz familiar que lo recibiera con emoción… pero solo encontró silencio.
Su mirada recorrió la sala. Todo estaba en su lugar. El sofá con los cojines alineados, los libros ordenados sobre la mesa de centro, las tazas limpias en la bandeja de madera… pero había algo diferente. Algo intangible.
—Llegaste —dijo una voz desde la cocina.
María José apareció, secándose las manos con una toalla. Iba vestida con ropa cómoda, el cabello recogido en una trenza desordenada y el rostro sereno… demasiado sere