El cielo estaba despejado, con apenas unas nubes juguetonas deslizándose por el azul infinito. Era sábado por la mañana y el parque de diversiones abría sus puertas entre risas, música y el aroma a algodón de azúcar. Isaac, por primera vez en mucho tiempo, tenía todo el día libre… y había decidido dedicarlo por completo a su hijo Gabriel. Pero no solo a él: también llevaría a Samuel, que ya era parte de su rutina, y a María José, quien se había convertido en un apoyo indispensable.
—¿Están listos? —preguntó Isaac desde la entrada del parque, con dos boletos en cada mano y una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Sí! —gritaron Gabriel y Samuel al unísono, brincando emocionados.
María José sonrió al verlos tan felices. Gabriel, con sus rizos desordenados, tomaba con fuerza la mano de su padre. Samuel, con una gorra azul al revés y una mochila pequeña, no dejaba de mirar a todos lados, maravillado por las luces y los juegos mecánicos.
—¿Por cuál empezamos? —preguntó Isaac, bajándose a su altura.