Eliana caminaba despacio por la acera húmeda, con los brazos cruzados sobre su pecho como si intentara protegerse del frío… o tal vez de los pensamientos que no dejaban de lloverle dentro. El cielo gris parecía reflejar el estado de su alma: nublado, tenso, como si cualquier brisa pudiera derrumbarla.
La calle frente a su casa lucía silenciosa. Los árboles se mecían suavemente con el viento, y el único sonido que la acompañaba era el eco apagado de sus propios pasos. No tenía rumbo claro. Solo necesitaba salir, respirar, moverse. El encierro de esa cuatro paredes se había vuelto insoportable. No por las paredes en sí, sino por la ausencia.
Frente a la puerta del apartamento de Isaac, se detuvo. Dudó. ¿Y si no era el momento? ¿Y si estaba irrumpiendo? Pero no volvió atrás. Levantó la mano y tocó con suavidad, casi con timidez. La madera se sintió tibia bajo sus nudillos. Una vez. Dos.
La puerta se abrió y allí estaba Isaac, con su expresión tranquila, esa que nunca forzaba, que siempre