El resto del día transcurrió con una lentitud insoportable. José Manuel intentó que Samuel se distrajera: le propuso ver una película, armar uno de los rompecabezas grandes que aún estaban sin abrir, incluso lo invitó a salir al jardín. Pero nada funcionaba. Samuel no reía, no hablaba demasiado… solo asentía, como si su cuerpo estuviera presente pero su mente muy lejos. Y José Manuel sabía exactamente dónde: con Eliana.
A media tarde, el niño se sentó en el ventanal del segundo piso, con la mirada perdida hacia el horizonte. José Manuel lo observaba desde el pasillo, sin interrumpirlo, sintiendo una impotencia que lo desgarraba. Quería hacer algo, decir algo, pero todo parecía insuficiente ante el dolor que Samuel callaba.
—Papá —dijo de pronto el niño, sin apartar la mirada del cielo nublado—, ¿ella se enojó conmigo?
José Manuel se acercó de inmediato y se sentó a su lado.
—¿Quién?
—Eliana. Porque no me detuvo. Porque me fui… y ella no hizo nada—tragó saliva con dificultad—. Yo no qu