La conversación había terminado, pero el silencio que se instaló entre ambas no era incómodo. Era de esos silencios llenos, pesados, que lo dicen todo sin necesidad de pronunciar una palabra más. Eliana seguía sentada en el sofá, con la taza entre las manos. Aunque el té ya se había enfriado, aún la sostenía como si temiera dejarla ir, como si soltarla significara volver a quedar vacía.

María José se había sentado frente a ella, en una butaca. No hablaba. Solo la miraba.

Eliana lo notó al principio con disimulo. Desvió la vista. Se centró en los cuadros de la pared, en el florero junto a la ventana, en las motas de polvo flotando en el aire. Pero cada vez que volvía a mirar fugazmente, ahí estaba María José. Mirándola. Como si en su rostro intentara leer algo que no lograba comprender del todo.

—¿Estoy despeinada? —bromeó al fin Eliana, alzando la vista y esbozando una sonrisa tímida—. ¿Tengo algo en la cara?

María José parpadeó, como si despertara de un trance. Pero no se rió. No cam