La semana siguiente, el tiempo se puso mal — llovió todo el día, y el suelo de la Luna Aullante se volvió un charco de barro. Arrastrarme era más difícil que nunca: el trapo debajo de mis rodillas se mojó y se desgastó, y la piel se me raspó hasta sangrar. Rosa me ayudó a limpiar las heridas con agua tibia y hierbas, pero el dolor era constante.
“Están llegando”, susurró ella una tarde, mirando por la ventana. “Los lobos rebeldes. Vienen hacia aquí.”
Mi corazón dio un salto. Era el grupo que había visto por la ventana días atrás — el que sabía la verdad sobre Elena. Me arrastré hasta la ventana y miré hacia el bosque: una docena de lobos grandes, con ropas rotas y armas en la mano, se acercaban al edificio. Rocco salió al porche, con su palo de madera y dos lobos de su guardia a su lado. Estaba nervioso — los rebeldes no eran clientes, eran peligrosos.
“¿Qué quieren?” gritó Rocco, con voz temblorosa.
El lobo que me había mirado antes se adelantó. Era alto, con el pelo marrón y los ojo