Desperté con el sol que entraba por la ventana, y el primer cosa que sentí fue el dolor en las piernas — un dolor tan agudo que me hizo gritar. Miré hacia abajo: estaban hinchadas, moradas y negras, con formas extrañas que me hicieron darme cuenta de que estaban rotas de verdad. Rosa estaba a mi lado, con una taza de hierbas calientes en la mano.
“Trata de beber”, susurró, con lágrimas en los ojos. “Las hierbas ayudan a aliviar el dolor. Mireya me las dio — ella va a traer más esta noche.”
Me tomé el trago con dificultad. El sabor era amargo, pero sentí un poco de alivio en los huesos. “¿Cuánto tiempo pasaré así?” pregunté, mirando las piernas que no podía mover.
“Rocco dice que hasta que aprendas a obedecer”, respondió Rosa, mirando hacia la puerta con miedo. “Pero yo sé que tú no te rendirás. Te vi en el entrenamiento con Mireya — hay algo en ti que no se rompe.”
Esa mañana, Rocco entró en la habitación y me miró con desprecio. “Ya es hora de trabajar”, dijo. “No importa si tienes l