El lobo de pelo rojo se fue cuando amaneció, dejándome en la cama de madera con el cuerpo dolorido y el vestido hecho jirones. La luz del sol entraba por la ventana rota, iluminando el polvo y las telarañas del techo. Me levanté con dificultad — cada músculo me dolía, y la mejilla que me había golpeado estaba hinchada y morada. Salí de la habitación y me encontré en el pasillo, donde otros lobos estaban empezando a moverse.
Rosa, la mujer de pelo marrón que me había advertido la noche anterior, estaba sentada en un banco, limpiándose una moretón en el brazo. Me miró y se levantó con cuidado. “¿Cómo te sientes?” preguntó, con voz baja. No esperaba una respuesta — lo sabía, en este lugar, la compasión era un lujo que pocos se permitían.
“Mal”, respondí, y me senté a su lado. El suelo de madera estaba frío y húmedo. “¿Cuánto tiempo estuviste aquí?”
Rosa suspiró y miró hacia la puerta de entrada. “Dos años. Llegué después de que mi Alfa me condenara por traición — igual que tú, supongo.”