Ese día me levanté más temprano de lo habitual. Había cierta ansiedad en mi pecho, porque se suponía que Dante y Riccardo regresarían. Y, aunque detestara admitirlo, quería que al menos la mesa los recibiera con un almuerzo decente.
Ya sabía lo que le gustaba a Dante, lo que toleraba, lo que detestaba. Semanas en su casa me habían enseñado a leerlo en los pequeños detalles: los silencios que soltaba frente a un plato, la forma en que sus ojos se endurecían cuando algo no le agradaba. Así que puse todo mi empeño en ese almuerzo.
Mientras picaba unas hierbas frescas, Isabella entró a la cocina con una sonrisa.
—Mamá, vamos a bañar a Roberta.
—¿Roberta? —pregunté, arqueando una ceja.
—Sí, mi perrita —respondió con orgullo—. Ese es su nombre. Vamos a estar en el jardín.
La observé salir, con Roberta pegada a su lado, guiándola con una devoción que me conmovía hasta las lágrimas. Nunca había visto a Isabella moverse con tanta seguridad, casi flotando de la mano invisible de su pequeña g