GIULIA
La mañana había sido tranquila, demasiado tranquila para esta casa. En la casa nadie despertó con hambre. Dante salió muy temprano, Claudia aún no se levantaba desde anoche. Leo tampoco había bajado para tomar el desayuno.
Mis chicas ayudantes estaban concentradas en aprender a picar verduras sin que el cuchillo pareciera un arma letal. Yo estaba justo explicando cómo lograr que una salsa quedara sedosa cuando Aurora entró como una ráfaga.
—Giulia, necesito que prepares algo para Leo. No quiere comer y se encerró en su habitación. Quizá, si la comida la llevas tú, salga —dijo, con ese tono que no dejaba espacio a un “no”.
La idea no me molestaba. Tal vez yo sí lograría sacarlo de su cueva. Preparé un almuerzo especial: pasta fresca con salsa de tomate casera, pan aún tibio y un postre sencillo. Lo coloqué todo en una bandeja y subí las escaleras.
Toqué la puerta de Leo. Silencio. Volví a tocar. Nada. Pero la puerta cedió, apenas abierta. Empujé suavemente y entré…
Ahí estaba.