GIULIA
El sol filtraba su luz a través de las hojas del viejo roble del jardín, dibujando sombras irregulares sobre la manta en la que Isabella y yo estábamos sentadas. Ella acariciaba con sus dedos las pequeñas hendiduras del libro en braille que Fiorella le había regalado: un cuento infantil sobre un pájaro que aprendía a volar tarde.
Su concentración me enternecía. Los labios se movían apenas, murmurando las palabras que su tacto descubría, y por un momento sentí algo parecido a paz… algo que rara vez podía existir en esa casa.
La voz de Leo interrumpió ese respiro.
—¿Puedo sentarme? —preguntó, apuntando con la barbilla hacia un espacio libre sobre la manta.
—Claro —le respondí, con una ligera sonrisa que no terminaba de llegar a mis ojos.
Él se acomodó, doblando las piernas.
—¿Cómo está Isabella?
—Se asusta un poco… —contesté, observando a mi hija mientras sus dedos seguían recorriendo las páginas—. A veces por los recuerdos, pero está bien.
Leo suspiró.
—Quería disculparme. E