GIULIA
Corría.
Mis piernas se movían como si no me pertenecieran, como si fueran dirigidas por el corazón que estallaba dentro de mi pecho. Corría sin aliento, sin pensar, sin mirar a los lados. El viento golpeaba mi rostro con violencia, arrancándome lágrimas que no sabía si eran de la velocidad o del dolor. El nudo en mi garganta me asfixiaba. Todo dolía. Los pulmones, las costillas, el alma.
"Luca está muerto."
Esa frase retumbaba en mi cabeza como una campana maldita. No tenía sentido. No podía ser real. Apenas hacía dos días me había tomado de las manos con esa ternura que solo él conocía, me había pedido matrimonio bajo las luces cálidas del restaurante que tanto amábamos, me había jurado que pasaríamos la vida juntos.
Una vida.
Eso era lo que íbamos a tener.
Y ahora... ahora el mundo se desmoronaba.
El asfalto quemaba bajo mis pies. Los latidos en mis oídos eran un tambor que marcaba el paso del horror. Sabía hacia dónde ir. Lo supe en cuanto colgué la llamada con la voz temblorosa de Clara. No podía creerle. No quise creerle.
Llegué al restaurante. El que era de su familia desde hacía generaciones. Ese lugar donde crecimos entre risas, entre platos de pasta y el aroma del café que preparaba su abuela. Allí donde lo vi por primera vez con su delantal, regañando a un mesero con más ternura que autoridad. Ese lugar también era mi hogar.
Estaba cerrado.
Vacío.
Las mesas cubiertas, las sillas volteadas, las luces apagadas. Como un cuerpo sin alma. Como yo sin Luca.
Golpeé la puerta con desesperación.
—¡Luca! ¡LUCA! —grité, con la voz rota, desesperada—. ¡Por favor, dime que es mentira!
Mis puños retumbaban contra la madera. Las lágrimas me nublaban la vista. El aire era denso, me ahogaba en mi propio miedo.
Entonces lo vi.
Matteo.
Uno de los empleados más antiguos. Su rostro llevaba años de fidelidad a esa familia. Y hoy, el peso de un secreto que nunca debió guardarse.
—¡Matteo! ¿Dónde están? ¿Dónde está la familia de Luca?
Mi voz era un susurro desesperado. Él bajó la mirada. Sus labios se movieron lentamente, como si cada palabra fuera un castigo.
—Están en el cementerio, Giulia... lo están enterrando.
Todo se detuvo.
El mundo dejó de girar.
El aire desapareció de mis pulmones.
—No… —susurré. Pero no me detuve.
Corrí de nuevo.
Corrí por las calles angostas del pueblo, entre los murmullos de la gente, entre los ojos que me seguían con culpa, con miedo, con lástima. ¡Lástima! ¿Desde cuándo yo era alguien que merecía lástima?
El cementerio no estaba lejos. En un pueblo como este, nada lo está. El portón de hierro se abría como la boca de un monstruo dispuesto a tragarme entera.
Seguí el sonido. Los rezos. El llanto. El silencio denso de una tragedia que nadie me advirtió. Lo vi.
Un grupo de personas rodeando una tumba abierta. Vestidos de negro. Cabizbajos. Un ataúd descendía lentamente como una maldición cayendo sobre todos.
—¡No! —grité, abriéndome paso entre la multitud.
Manos trataron de detenerme, pero no me importó. Los empujé. Los ignoré. Corrí hacia él.
Hacia su ataúd.
Me lancé sobre la caja de madera como si pudiera sacarlo de allí, como si pudiera tocar su rostro y despertarlo de una pesadilla. Pero no había sueño. Solo muerte.
—¡No es cierto, no es él! ¡No puede estar muerto! ¡Luca! ¡LUCA!
Golpeé la tapa con las palmas abiertas. Sentí mis uñas romperse, mi garganta arder, mi pecho crujir. Suplicaba. Lloraba con el cuerpo entero.
—¡Devuélvanmelo! ¡Por favor, devuélvanmelo!
Y entonces, la voz.
Fría. Dura. Familiar.
—Compórtate, Giulia.
Rachelle. La madre de Luca.
Siempre me había mirado con desdén, pero hoy... hoy me miraba como si yo fuera una intrusa. Como si yo no tuviera derecho a sufrir por él.
Sentí dos manos rudas tomarme por los brazos. Intentaban alejarme del ataúd. Me resistí.
—¡Suéltenme! ¡No sabía que estaba muerto! ¡Nadie me lo dijo! ¡Tenía derecho a saberlo! ¡Él me amaba!
Rachelle se acercó. Su rostro era una máscara de rabia y vergüenza.
—¡Ya basta! —espetó—. ¡Estás haciendo el ridículo! ¡Lárguense de aquí con ella!
Como si yo fuera basura. Como si mi dolor no tuviera lugar en la tragedia de su familia. Como si no fuera su familia también.
Los hombres me alzaron como una carga indeseada. Me sacaban como si fuera una ladrona y no la mujer a la que Luca había elegido. A la que le había pedido una vida.
Yo luchaba. Pataleaba. Gritaba su nombre.
—¡Luca! ¡Luca, por favor! ¡Despierta! ¡No me dejes!
El cielo giraba. La tierra temblaba. Todo se volvía negro. Un abismo me tragaba.
Y ahí, antes de que perdiera la conciencia, lo vi por última vez.
El ataúd cerrándose.
La última frontera entre su mundo y el mío.
Y entonces, justo cuando el mundo se rompía en mil pedazos... lo recordé. Aquella noche en la colina.
Su risa era contagiosa, amaba verlo reír de esa manera. Estábamos en un restaurante pequeño en la colina, lejos del centro, lejos del restaurante de su familia.
—No entiendo por qué no elegiste el restaurante de tu madre para cenar—le reclamé.
—Porque hay cosas que mi madre no tiene que saber... como esto.
Sacó una pequeña caja de terciopelo y la puso frente a mí. Mi corazón se detuvo por un segundo. Al abrirla, un anillo sencillo pero hermoso brilló a la luz de la vela.
—Giulia... cásate conmigo.
Me tapé la boca con las manos. Las lágrimas brotaron antes de que pudiera responder.
—¿Estás seguro? Tu madre no me quiere. Tus hermanas tampoco. Trabajo en su restaurante y me tratan como a una sirvienta.
—Lo sé. Pero no me importa lo que ellas piensen. Yo sé quién eres. Yo te amo. Y quiero que seas mi esposa, las cosas van a cambiar para ambos. Quiero que nos vayamos, construir nuestro propio restaurante y no quiero esperar.
Me tomó de la mano y me llevó a un pequeño jardín, un hombre con traje nos esperaba.
—Luca ¿Es enserio?
—Eres la mejor Chef que he conocido y con tu talento, y mis habilidades administrativas, vamos a crear el mejor restaurante de Italia.
Me colocó el anillo con manos temblorosas. Lo besé. Lo abracé con fuerza. Caminamos hasta llegar con el hombre e inició, no podía creer que me estaba casando con Luca.
Entonces saqué el dije en forma de corazón con un diamante incrustado de mi cartera. Lo sostuve frente a él.
—Esto es lo único que tengo de mi madre. Me lo dejaron cuando me abandonaron en el orfanato. Pero quiero que lo tengas tú. Para que siempre recuerdes que te amo. Y que tú eres lo más importante que tengo.
—Giulia... no puedo aceptarlo. Es demasiado.
—No. Si tú lo llevas, yo soy feliz.
Se lo colgó al cuello. Y me besó otra vez.
… …
Desperté con la boca seca y el cuerpo entumecido. Estaba en la sala de la casa de los Dell’Orso. Me incorporé con dificultad y vi frente a mí a Rachelle y a sus dos hijas, Marcella y Fiorella. Las tres me miraban con desprecio, brazos cruzados, como estatuas de juicio.
—¡Así que decidiste aparecer para armar un escándalo en el funeral de mi hijo!—espetó Rachelle con voz áspera.
—¡Nadie me dijo que había muerto! ¡Venía a buscarlo! ¡Si no me lo dicen, nunca me entero!—grité, las lágrimas surcando mi rostro.
—¡Cállate!—me abofeteó con tal fuerza que caí sobre el sillón.
El ardor en mi mejilla era nada comparado con el dolor en mi pecho.
—¡Murió por tu culpa! ¡Fue a buscarte bajo la lluvia! ¡Tú lo hiciste salir esa noche! El auto derrapó y él murió. ¡Tú lo mataste, Giulia!
Las hermanas asintieron, disfrutando cada palabra de su madre.
—Él y yo nos casamos. —le confesé. Pero vi su mirada—. ¿Tú ya lo sabías?
No había asombro, ella sabía que su hijo y yo nos casamos.
—¡Fuera de mi casa! ¡No trabajarás más en el restaurante! ¡Ya no eres bienvenida aquí!
—No es justo...—susurré.
—¡Nada en la vida es justo “¡Una huérfana cualquiera no tenía derecho a entrar a nuestra familia!”—me empujó Rachelle mientras sus hijas me tomaban del brazo.
Pero me detuve en seco. Respiré hondo. Sentí el peso de una verdad que ya no podía callar.
Me giré y la miré a los ojos.
—Estoy embarazada.