La noche estaba espesa. El bosque, en silencio. Solo el crujir de las hojas bajo sus botas rompía el aire mientras Ulva regresaba a la cabaña. No había dado dos pasos cuando la voz de Fenrir la alcanzó.
—¿Vas a seguir huyendo de mí, o por fin me vas a decir qué carajo está pasando? —Ella se detuvo, cerró los ojos y respiró hondo antes de contestar.
—No estoy huyendo —dijo sin girarse.
—¿Ah, no? —Fenrir se acercó hasta quedar detrás de ella, su voz grave, suave, rozándole el cuello—. Porque cada vez que te toco, tiemblas como si temienras que descubriera más. —Ulva se giró, molesta, pero esa molestia estaba hecha de miedo y deseo.
—No entiendes. Esto no es un juego. Si fallo, se acaba todo. ¡Y no puedo darme el lujo de perder la cabeza por ti! —habla sin pensar.
—¿Y quién dijo que tienes que perderla sola? —Fenrir dio un paso más y la tomó del brazo, suave pero firme.
—Tú no estás sola, Ulva. Yo estoy aquí contigo. Te amo. Y si tengo que pelear con tus demonios, con tu pasado o con ese