Cuatro años después
El claro sagrado había cambiado.
Ya no era solo un espacio de reunión, sino un santuario. Allí crecían flores que no existían en ningún otro rincón del bosque. Las piedras tenían grabados antiguos, con los nombres de los caídos y los pactos de paz. El altar central brillaba con luz plateada cada luna llena, como si la misma diosa se asomara a mirar a su descendencia.
Y entre todos los presentes, una figura destacaba con fuerza salvaje y ternura innata.
—¡Aenor! —gritó una voz infantil entre los árboles—. ¡Te vas a perder la ceremonia otra vez!
El niño salió corriendo de detrás de un tronco caído, cubierto de barro hasta las rodillas, con una rama en la mano que usaba como espada.
—¡Ya voy, Teyra! ¡Solo estaba espantando las sombras!
Tenía los ojos de su madre. El porte de su padre. Y la maldita costumbre de meterse donde no debía… también herencia de ambos.
Aenor tenía cuatro años, pero su presencia en el bosque era como la de un alfa de veinte. Desde que nació, la