Ulva se quedó de pie frente a su gente, respirando hondo, dejando que la fuerza del momento la atravesara como una corriente viva. No importaba cuánto doliera. No importaba cuánto miedo quedara en sus huesos. Ella era la heredera de la luna y esta manada era su legado.
El día transcurrió entre reconstrucciones, silencios cargados y miradas determinadas. Kaelion organizó pequeños grupos para recoger maderas, reforzar las defensas improvisadas y cuidar a los heridos. Cada tanto, sus ojos buscaban a Ulva como un imán. Cada tanto, ella le devolvía una pequeña sonrisa, apenas un susurro de conexión, de “sigo aquí”.
Cuando el sol comenzó a descender, tiñendo el cielo de un dorado triste, Ulva se separó del bullicio. Caminó sola hacia un claro del bosque, apenas a unos metros del campamento. Allí, en el centro de la hierba alta, había un círculo de piedras antiguas. Las piedras de sus ancestros. El sitio donde, según las leyendas, la primera Alfa de su sangre había hecho su juramento a la lu