La piedra se cerró con un golpe seco. No había rastro. No había huellas. Nada más que el eco de un poder que no les pertenecía. Los hombres de Selene, exhaustos y frustrados, emergieron uno por uno de la entrada de la cueva, cubiertos de polvo y con los ojos aún irritados por la energía que impregnaba el lugar.
—No están. —gruñó uno de ellos, apretando los dientes—. Es como si la cueva se los hubiera tragado.
—¿O los hubiera protegido? —dijo otro, más bajo, como si el solo pensarlo le diera escalofríos. Esperaban un castigo inmediato. Una descarga de magia, un aullido, un grito, pero lo que encontraron fue peor.
Silencio.
Y luego, el aroma. El aire se llenó de un perfume metálico, dulce y violento. Un viento que cortaba como cuchilla, que anunciaba que ella se acercaba.
Selene apareció entre los árboles como una sombra que no tocaba el suelo. Su cabello oscuro flotaba tras ella como una cortina de humo, y sus ojos —una mezcla de violeta y negro— ardían con furia contenida. Los hom