Ulva jadeaba. Sus manos apoyadas en el suelo temblaban como si una corriente invisible la recorriera desde el centro del pecho. Fenrir se arrodilló a su lado, tomándola con firmeza por los hombros.
—¿Ulva? ¿Qué viste? ¿Qué fue eso? —Ella levantó el rostro. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero estaban nublados, como si aún viera más allá de este mundo.
—No era solo un reflejo. Era un… aviso. Un fragmento de lo que seré. De lo que puedo ser. Y no sé si es una advertencia… o una amenaza. —Fenrir se giró hacia el espejo, ya no brillaba, pero las runas del marco seguían calientes, vivas, como si esperaran algo más.
—Este lugar no se abrió solo para mostrarte un espejo. —Se puso de pie y caminó alrededor del marco, palpando la piedra—. Aquí hay más.
Ulva se levantó con algo de dificultad. El pulso aún le martillaba en los oídos, pero el zumbido en su pecho se había calmado. Solo quedaba una sensación: el tirón suave de algo que la invitaba a avanzar.
Como si la cueva… la llamara.
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