El calor del beso de Harper aún ardía en los labios de Damon. No podía conciliar el sueño. Acostado en la inmensidad de su cama, se sentía extrañamente inquieto y, al mismo tiempo, en paz.
Era una sensación que no había experimentado en años, un bálsamo para su alma que se había acostumbrado a la soledad. Se tocó los labios con las puntas de los dedos, como si quisiera asegurarse de que el momento fuera real, no un producto de su mente atormentada.
A pesar de su arrepentimiento inicial, el beso había sido un punto de inflexión. Había cruzado una línea invisible y, para su sorpresa, no se sentía perdido, sino aliviado. Por primera vez en mucho tiempo, no pensó en negocios, ni en su padre, ni en Axa.
Solo pensó en ella, en “Serena”, en la mujer de ojos atormentados, en la niñera que, con su presencia silenciosa, había logrado lo que nadie más pudo, romper ese hielo acumulado durante tanto tiempo que comenzaba a fosilizarlo en vida.
Con el corazón extrañamente ligero, se dejó llevar por