Sol dejó su comida sobre la mesa y salió corriendo por el pasillo hacia la habitación 206.
El eco de sus pasos resonaba en las paredes del hospital mientras su corazón latía con fuerza. Al llegar, se encontró con una escena de caos controlado. Un médico y varias enfermeras rodeaban la cama de Sofía, cuyos signos vitales bailaban de forma errática en los monitores.
—¡Traigan el carro de paro! ¡Rápido! —gritó el médico.
Una enfermera corrió a buscarlo, y Sol dio un paso al frente, intentando entrar, pero una mano firme la agarró del brazo y la sacó de la habitación. Era la jefa de enfermería, con el rostro desencajado por la furia.
—¿Dónde estabas? ¿Acaso no te dije que tu única prioridad era cuidarla? —le espetó, con la voz temblorosa de rabia.
—Sí, pero cuando salí, ella estaba estable. Los monitores no mostraban... —intentó explicarse Sol, pero fue interrumpida.
Antes de que pudiera continuar, una voz grave y autoritaria interrumpió la escena.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el director del hospital al aparecer en el umbral.
Ambas mujeres se giraron hacia él. El hombre las observó con severidad, y sus ojos se detuvieron en la puerta de la habitación, donde la paciente aún estaba siendo atendida.
—La señora Lovato sufrió un paro cardiorrespiratorio tras ser administrada morfina, un medicamento al que es claramente alérgica. Por fortuna, ella y el bebé están estables.
El director palideció visiblemente. Al asomarse a la habitación y ver el rostro de la mujer, un mal presentimiento lo invadió por completo.
—¿Quién estaba a cargo de la paciente? —preguntó con tono gélido.
La jefa empujó suavemente a Sol hacia adelante.
—Yo soy, señor —dijo Sol, dando un paso al frente con el corazón en un puño.
El director la miró fijamente, su mirada tan fría que la hizo encogerse.
—A partir de este momento, usted estará suspendida por tres días y quedará en observación. Si a esta mujer o a su hija les pasa algo, lo más mínimo, no solo sus prácticas aquí terminarán. Me aseguraré personalmente de que nunca pueda ejercer la enfermería en toda Ciudad C. ¿Está claro?
Después de dictar sentencia, el director lanzó una última mirada a la paciente y se marchó. Sol se quedó paralizada, con un nudo de incredulidad y miedo en el estómago.
—Ya estás advertida —dijo la jefa, antes de dejarla sola en el pasillo.
¿Qué ha pasado aquí? ¿Cómo pudo suceder esto?, pensó, abrumada. Decidió entonces coger una silla y sentarse frente a la cama de la paciente, decidida a no apartar la vista de ell
El sonido constante del monitor cardiaco fue lo único que respondió.
En la oficina del director – Cuarto piso
El director Koda cerró la puerta de su oficina con un golpe seco. Tomó su teléfono con la mano temblorosa y marcó un número.
—¡Señor Drucker! Es urgente.
Mientras sonaba el teléfono, se secó el sudor de la frente con un pañuelo. Finalmente, una voz fría y poderosa respondió al otro lado.
—Director Koda. Sea breve.
—Señor Druck... su esposa está aquí, en el Hospital Central de Ciudad C. Está en trabajo de parto —respondió con nerviosismo.
La voz del hombre al otro lado se volvió un latigazo.
—Estaré allí en tres horas. Si a mi esposa o a mi hija les pasa algo, no solo arruinaré este hospital. Lo enterraré a usted junto con él. —La llamada se cortó, dejando al director sumido en un terror absoluto.
No puedo dejar que nada le pase a la señora Drucker. Sería el fin.
Horas después
Un vehículo negro se detuvo frente al hospital. De él descendió un hombre de porte imponente, mirada severa y traje oscuro.
Sus pasos firmes resonaron hasta llegar a la habitación donde descansaba su esposa.
El director lo esperaba a la entrada, con la jefa de enfermería a su lado.
—¿Cómo está mi esposa? ¿Y mi hija? —preguntó el señor Druck, sin perder la compostura.
El director hizo una seña a la jefa de enfermería, quien le entregó el historial con manos temblorosas. El señor Drucker lo tomó y, a medida que leía, su expresión se volvía más y más oscura.
—¿Cómo es posible que le administraran morfina si su alergia está claramente indicada? —Su voz era un estruendo contenido. Arrojó el informe sobre una mesa—. ¿Señor Koda?
—¡Fue un error, señor Drucker! Ya hemos sancionado a la enfermera responsable...
Una voz débil surgió de la cama.
—Agua... —Sofía intentó incorporarse, pero un mareo la venció.
—Amor, por favor, quédate quieta —dijo el señor Drucker, y su tono cambió de inmediato, volviéndose tan suave como la seda. Se acercó y tomó su mano.
Sofía le obedeció, perdida en su mirada, hasta que sus manos buscaron instintivamente su vientre.
—¿Dónde está mi bebé?
—Tranquila, mi amor. La pequeña está bien. Está en la incubadora por ser prematura, pero los médicos dicen que es una luchadora.
Al escuchar sus palabras, los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas.
—Todo es mi culpa. Yo... yo no debí venir a Ciudad C... —su voz se quebró en un sollozo.
—Cálmate, no es tu culpa —la interrumpió, abrazándola con fuerza—. Nuestra hija estará bien. —Luego, sin apartar los ojos de su esposa, hizo una seña imperiosa para que todos salieran de la habitación.
Mientras la abrazaba en sus adentros pensaba.
—Esto no puede quedar así. Averiguaré quién se atrevió a dañar a mi mujer... y lo hará pagar.