Magaly comenzó su relato describiendo el descenso por la estrecha escalera de piedra, el aire volviéndose cada vez más denso y cargado de un olor terroso y húmedo, como de tierra removida y encierro prolongado. Al llegar al final de los escalones, se encontró en un espacio sorprendentemente amplio, aunque con el techo bajo y abovedado, construido con ladrillos oscurecidos por el tiempo y la humedad. La única iluminación provenía de la tenue rendija de luz que se filtraba por la puerta entreabierta que daba al jardín.
—En realidad, en ese cobertizo... hay señales de que una persona entra —corrige Magaly, su voz ahora cargada de una certeza inquietante—. No solo estuvo, sino que parece que sigue utilizando el lugar.
—¡Qué extraño! —exclama Javier, su curiosidad inicial tornándose en sorpresa y algo de nerviosismo—. Nunca he oído hablar de ese lugar en la mansión.
—Lo único que se me ocurre —dice Valentina, con la mirada pensativa— es vigilar. Tenemos que saber quién es la persona que es