El amanecer nos sorprendió en la carretera. Sebastián manejaba con el ceño fruncido, concentrado, mientras yo aún sentía el calor de su chaqueta y el eco de lo que había pasado entre nosotros unas horas atrás. Mi cuerpo todavía ardía en lugares que no sabía que podían arder, y mi mente oscilaba entre el vértigo y la culpa.
Él no hablaba. Solo encendía un cigarrillo tras otro, como si necesitara quemar los pensamientos que no se atrevía a decir en voz alta. Yo quería preguntarle qué seguía, cómo íbamos a sobrevivir al siguiente golpe de Julián. Pero la pregunta que me quemaba no era esa.
“¿Esto es real o soy solo parte de tu plan?”
Me mordí los labios para no soltarla.
Horas después, cuando Sebastián salió a hacer una llamada en la gasolinera, alguien se sentó a mi lado en el coche. El perfume fue lo primero que reconocí: caro, afilado, envolvente.
Clara.
—No grites, no te voy a hacer nada —dijo, sonriendo como si hubiera planeado ese encuentro durante semanas. Sus labios pintados pare