El eco de las palabras de Julián aún me perseguía: “Importa la historia que se cuenta.”
Yo era la víctima perfecta de su narrativa, una marioneta con la que él compraba simpatía pública y lavaba su nombre.
Esa noche no pude dormir. Sebastián me escribió poco antes del amanecer:
“Reúnete conmigo. No puedo esperar más.”
Lo encontré en un almacén abandonado, uno de esos lugares donde nadie hace preguntas. El olor a humedad impregnaba las paredes. Él estaba allí, con su portátil abierto sobre una mesa improvisada.
—¿Qué planeas ahora? —pregunté, agotada.
Sebastián levantó la vista. Su expresión era dura, pero en sus ojos brillaba algo parecido a emoción.
—Contraatacar.
Me mostró la pantalla. Un video. Julián y Clara, en una reunión privada. No era de la noche en que los vimos juntos en la oficina. Era más reciente.
—¿Cómo conseguiste esto? —susurré.
Sebastián sonrió con amargura.
—Tengo más ojos de los que Julián imagina.
En la grabación, Julián hablaba con calma, explicando a Clara có