El reloj del coche marcaba las ocho de la noche cuando Sebastián apagó las luces y estacionó a dos cuadras del edificio. Yo me mordía las uñas, incapaz de contener el temblor en mis manos.
—Respira —dijo él, con voz baja, sin apartar la vista del lugar—. Solo observa.
—¿Y si nos descubren? —susurré.
Sebastián se giró hacia mí. Su mirada era firme, cortante.
—Entonces ya no habrá dudas.
Me estremecí.
El edificio frente a nosotros era discreto, con fachada moderna y ventanales oscuros. No tenía letrero ni placas visibles, pero en la puerta principal se reconocía seguridad privada. Una camioneta negra se detuvo y, segundos después, Julián bajó del vehículo. El corazón me saltó en el pecho.
Llevaba su traje gris, el maletín en la mano. Saludó al guardia con familiaridad y entró sin titubear.
—Ahí lo tienes —murmuró Sebastián.
Tragué saliva.
—¿Y ahora?
—Esperamos.
Treinta minutos después, un taxi se detuvo frente a la entrada. Una mujer descendió, con el cabello recogido en un elegante moñ