Lucía acariciaba con delicadeza mi urna. Una lágrima cálida cayó sobre la superficie fría, rompiendo el silencio con un eco casi sagrado.
Yo, desde algún lugar fuera de todo, sentí el alma revuelta en un torbellino de emociones.
—Evina... cuando éramos niñas, tú me sacaste de aquel ático que era un infierno.
Ahora me toca a mí liberarte a ti.
Después... ¿podrías visitarme más seguido en mis sueños?
Sin ti, la vida se vuelve tan vacía... tan solitaria.
Hubiera preferido morir yo. Tú eras tan buena, tan brillante... tú merecías vivir feliz.
Las lágrimas comenzaron a caer una tras otra, tiñendo la urna como si fueran gotas de lluvia marcando la despedida.
Lucía se agachó, hecha un ovillo, como una niña perdida en busca de refugio.
Como alguien que alguna vez fue acogida con amor... solo para ser abandonada después.
Se quedó parada en la esquina de la calle, sin rumbo, como si el mundo le hubiese cerrado todas las salidas.
Yo me puse a su lado, acariciando su cabello una y otra vez.
—Lo si