Los tres, reprendidos, agacharon la cabeza sin decir una sola palabra.
No pude evitar reír en silencio. Si se trataba de lanzar verdades como dardos envenenados, nadie como Lucía. Su lengua siempre tuvo filo y veneno.
Al verlos llegar, Lucía se sacudió el polvo de la ropa, se puso de pie y se marchó con paso firme.
Mi familia colocó toda la comida frente a mi lápida. Se sentaron a hablar conmigo.
Mi madre tenía los ojos completamente nublados de tanto llorar.
Mis padres, encorvados por el peso de la culpa y los años, apenas se sostenían.
David, en plena edad adulta, ya tenía el cabello lleno de canas.
Había perdido todo el encanto por el que alguna vez me enamoré de él.
Mientras hablaban, mi madre volvió a llorar.
Tuvieron que consolarla y llevársela poco a poco.
Frente a mi tumba quedaron los dulces más variados, vestidos hermosos que de niña nunca me compraron, fotografías mías editadas para que pareciera que viajé al mar, y ese anillo... el que siempre quise, colocado con cuidado en